El Pais
Sábado, 11 de junio de 2016
Elvira Lindo
Tengo la sensación de que en España la contaminación acústica no le interesa a casi nadie
Qué violenta es la
mala educación. Y qué íntimamente agitada se siente una cuando es
víctima de los malos modos. Viajo en el AVE, movida por esos bolos a
los que a menudo obliga el oficio, y avanzo hacia mi asiento con la
esperanza de pasar un rato mirando el paisaje ovejunamente,
dormitando o leyendo. Pero nada más entrar en el vagón veo a un tío
dando zancadas de un lado a otro, coronado con unos enormes
auriculares, hablando a gritos sobre un asunto comercial. Agita los
brazos como si estuviera en un despacho y le comunica a voces a su
interlocutor el número de móvil. Le dan ganas a una de tomar nota y
hacerle una llamada perdida a las cinco de madrugada. Con delicadeza
le hago un gesto con las manos para que baje el volumen, porque si la
cosa empieza así me temo que me espera un viaje espantoso, a mí y
al resto de viajeros del vagón, aunque siempre tengo la sensación
de que en España la contaminación acústica no le importa a casi
nadie, o que nadie considera que la tranquilidad sea un derecho
cuando has pagado un billete, no precisamente barato, de AVE.

Ilustración del
interior de un vagón de tren. / JOSSDIM
El tío me mira,
extrañadísimo, como si en el código de buena conducta que cada uno
lleva interiorizado desde sus años de formación no cupiera la
circunstancia de que alguien le pidiera, por favor, algo de
consideración con el prójimo. Cuando termina su llamada, le oigo
increparme a mis espaldas:
— ¡Señora, que
sepa usté que no es un vagón de silencio!
Y es que así han
entendido algunos viajeros la existencia de los llamados vagones de
silencio: si Renfe ha establecido que hay un lugar donde no se puede
hablar alto ni molestar con las insoportables musiquillas de los
puñeteros móviles es porque en el resto del tren los viajeros están
autorizados a hacer lo que les dé la real gana. Trato de respirar
hondo y hacer unos de esos stop que recomiendan en los cursos de
mindfulness para contener el impulso de la reacción inmediata, pero
no me funciona. Me vuelvo, le miro a los ojos, e imbuida del espíritu
pedagógico de Juan de Mairena le contesto sin elevar el tono:
— Señor, la
educación no es exclusiva de un vagón en particular.
Para qué más.
Acabo de ofender su sagrada sensibilidad y me amenaza:
— ¿Me está usté
llamando a mí maleducado?
No le contesto. Echo
un vistazo al resto de viajeros, que permanecen en silencio
contemplando la escena. Realmente, no consigo discernir si en este
debate están con él o conmigo.
— ¡Usté a mí no
me llama maleducado! ¡A ver si cojo y me siento a su lado y me paso
hablando a gritos todo el viaje!
Como le creo muy
capaz, doy la discusión por zanjada. Me voy acomodando mientras él
emprende un monólogo, ahora en tono reivindicativo, defendiendo sus
derechos, de pie, en el pasillo del vagón, como uno de esos artistas
del metro que hacen su pequeño show antes de pasar la gorra pidiendo
la voluntad. Es tan habitual esta respuesta iracunda y
desproporcionada cuando se te ocurre llamarle a alguien la atención
que lo que me pregunto es cómo tengo el valor de meterme en estos
líos. Sospecho que estoy dotada de un imbatible espíritu optimista
que me lleva a pensar que habrá un día en que una persona a la que
se le pide, por favor, un poco de educación, reaccione de buenas
maneras, se avergüence y diga, lo siento, disculpe. No me gustaría
marcharme de este mundo sin vivir esa experiencia.
De momento, a
joderse, señoras y señores, a pagar un billete de AVE, que dicen
que es deficitario, para pasarse tres horas sin poder echar una
cabezada por las alarmas y músicas de los móviles, por sus dueños
pregonando a gritos asuntos personales y, algo todavía más
irritante, presenciando ese respeto reverencial que se le tiene en
España a aquel que hace ruido o ese miedo a llamar la atención a
quien molesta. Esto último no me extraña, porque en mitad del
viaje, el tipo me busca entre los asientos, se coloca de pie a mi
lado y se está un rato hablando. No mucho, lo suficiente para que me
quede claro quién manda en aquel espacio cerrado. Y sí, desde
luego, él es el jefe de la manada: el más fuerte, el más agresivo,
el más chulo y, además, yo no cuento con nadie que me apoye.
Visto el panorama,
estoy pensando en hacerme usuaria del BlaBlaCar. Al menos, en la
página de Internet te dan una idea de cómo será tu compañero de
viaje. Y si te sale rana, escribes una mala crítica para disuadir a
otros. O bien tendré que aceptar que mi lugar está en el vagón de
silencio, lo cual me subleva, porque es como admitir que soy yo la
que debo viajar en el vagón de los raros.