El Pais
Sábado, 16 de julio de 2016
Elvira Lindo
Sábado, 16 de julio de 2016
Elvira Lindo
Nadie está dispuesto a reconocer que algo tiene que ver la brutalidad de
ciertas celebraciones, la concentración testosterónica, la necesidad de
elevar los índices de adrenalina para superar el miedo, el consumo
ilimitado de alcohol y otras sustancias, la sensación de impunidad que
provoca una ciudad entregada al exceso, la manera en que ciertos
descerebrados disparatan en un ambiente como ese y se amparan en el
grupo.
Miro las páginas de Cultura estos días y siento un estremecimiento.
Suponía yo, cuando era joven y no le había dedicado ni un momento a
pensar en lo identitario, que la cultura era algo de lo que uno carecía y
que se iba adquiriendo con el tiempo. No creía, qué inocente, que la
cultura, al menos en España, era algo así como un no querer salir del
cascarón, más cercana a lo antropológico que a lo novedoso; que la
cultura, en este país mío, sobre todo en época estival, contenía un
recordatorio insoslayable: “Nunca te olvides de que esto es España”. No
se me olvida, no, pero pongo sumo cuidado en elaborarme una agenda
julio/agosto limpia de tradiciones y festejos. Vamos a su pueblo o al
mío, pero siempre con la condición de no coincidir con esas fiestas que
constituyen nuestro mayor patrimonio cultural. Cada paisano cree que la
fiesta de su pueblo es única, pero aquellos que las evitamos, y que sin
duda carecemos de la sensibilidad cultural necesaria, opinamos que todas
se parecen bastante. Mucho decibelio, mucho alcohol, una tendencia al
desparrame y toros. Encierros, toros embolados y corridas. Crecí con
ello, como muchos. No he criminalizado nunca a quiénes disfrutaban
entonces de la fiesta pero sí evolucionado hasta el punto de pensar que
siendo como es una celebración del sufrimiento acabará desapareciendo.
Si
una miraba esta semana pasada las 10 noticias más leídas en Cultura
siete estaban relacionadas con la lidia, aunque la sección tuviera una
pata puesta en Sucesos por haber varias columnas de prosa encendida dedicadas a Víctor Barrio, el pobre torero muerto.
Confieso que me siento apátrida: de un lado, leyendo esa poética que
eleva al diestro a los altares; de otro, espantada por las palabras
brutales que celebran la muerte de un ser humano. A esos amantes de los
animales no les dejaba yo ni a mi perra en esos dos minutos en que
entras a comprar el pan. Pero el fanatismo existe. Vivimos en un tiempo
en que cualquier buena causa puede degenerar en religión y, por tanto,
exigir su hoguera de infieles. Curioso: utilizan un lenguaje muy cursi
para la defensa de lo suyo y otro que roza lo delictivo para referirse
al impuro.
Pero había más en las páginas de Cultura. A diario se nos ha venido informando de los encierros sanfermineros,
que han tenido también su salto a la página de sucesos con las cinco o
siete agresiones sexuales denunciadas. La cosa viene de antiguo y si los
lectores de Cultura o de Sucesos (no sé ya en qué sección quedarme) no
tenían noticia de lo habitual de estos delitos es porque nuestras
fiestas son sagradas, en su amor por lo ancestral y en su aspecto
económico, por cuanto se trata de una gran fuente de ingresos. Las
mujeres que ostentan algún tipo de cargo en la ciudad saben a qué ha
respondido este tabú que comenzó a resquebrajarse cuando se produjo el
asesinato de Nagore Laffage.
Ahí se rompió el silencio. Pero hay un aspecto en todo este turbio
asunto que sigue sin escribirse. Habría que crear una nueva sección que
contuviera Cultura, Sucesos, Sociedad, España y Opinión para analizar
aquello que se calla porque a nadie conviene ponerlo sobre la mesa: la
naturaleza misma de las fiestas. Nadie está dispuesto a reconocer que
algo tiene que ver la brutalidad de ciertas celebraciones, la
concentración testosterónica, la necesidad de elevar los índices de
adrenalina para superar el miedo, el consumo ilimitado de alcohol y
otras sustancias, la sensación de impunidad que provoca una ciudad
entregada al exceso, la manera en que ciertos descerebrados disparatan
en un ambiente como ese y se amparan en el grupo. Esto no se dirá porque
apunta directamente hacia aquello que hemos convertido en Cultura, en
Cultura Sagrada. Y los descontentos, aquellos que tememos a la masa
feroz y descontrolada, somos algo más que unos flower power o
abraza-árboles (como así llamaba Reagan a los defensores de la
naturaleza). Humildemente, creo que somos valientes, porque en España no
tenemos sitio. No hay personaje más denostado que el aguafiestas, ese
ser que abomina del estruendo, del alcohol sin medida y de los
divertimentos brutales en los que intervienen animales. Tal vez seamos
sosos, pero no cobardes ni cursis.
Ha sido una semana para sentirse ajena, ajena de esa gentuza que
mancillaba el dolor de una viuda; a los empecinados en tener por arte lo
que no es más que un espectáculo cruel y medieval; ajena a las juergas
masivas; ajena a esa clase política que jamás le pondrá una pega a una
fiesta para no enfrentarse a la buena gente. Y ajena a ese ayuntamiento
que después de cinco agresiones sexuales no sopesó suspender la fiesta o
repensarla. Con lo que les gustan a los ayuntamientos los lutos y las
condolencias. Pero es que es va a ser imposible acabar de una vez por
todas con la cultura (en España).
No hay comentarios:
Publicar un comentario